América Latina volvió a figurar el año pasado en las portadas de los diarios, en que llamaban la atención los nombres de dos países: Venezuela y Colombia, por razones opuestas a simple vista. Colombia celebraba un acuerdo de paz, mientras que Venezuela se veía metida en una crisis sin precedentes. Pero detrás de las diferencias se oculta un punto de coincidencia: en ambos casos naufragó un ambicioso proyecto revolucionario.
En Colombia reina un optimismo contenido. El gobierno y la FARC, el más grande movimiento guerrillero, consiguieron poner fin a más de medio siglo de conflictos armados. La FARC en 1964 habían recurrido a las armas para defender los intereses de los agricultores pobres reivindicando la reforma agraria. En el transcurso de las décadas el movimiento se degeneró a ser poco más que una pandilla de criminales que se ganaban la vida con la extorsión, el secuestro y el tráfico de drogas, aunque seguían predicando sus principios de antaño.
Parecería lógico que a estos ideales les correspondiese un lugar prominente en un acuerdo de paz negociado por 5 años, pero el resultado es decepcionante. Figuran en el acuerdo, eso sí, pero de tal manera que apenas implican compromiso. La reforma agraria por ejemplo – que era el objetivo del movimiento guerrillero – no se va a efectuar. Los terratenientes han conseguido estipular por la ley que sus intereses no pueden ser dañados.
Además, hay milicias de extrema derecha y cuadrillas de narcotraficantes que rechazan el acuerdo y continúan sus actividades. Son apoyados y financiados por influyentes empresarios, terratenientes y políticos. Este poderoso grupo incitó a una mayoría de la población a que en un referéndum sobre el acuerdo, el año pasado, votase en contra. Los ajustes que luego se hicieron impiden una reforma convincente de la política conservadora. La comisión de la verdad y de la reconciliación, que pudiera realizar una limpieza de la sociedad, se hizo menos eficaz.
El golpe de gracia podría ser las elecciones presidenciales del año próximo. La oposición las considera como gran oportunidad de elevar al poder a un presidente que pueda anular partes fundamentales del acuerdo de paz.
Mientras la FARC intentó realizar sus ideales por fuerza de armas, en la vecina Venezuela la revolución llegó al poder en forma democrática. El exmilitar Hugo Chávez prometió – después del fracaso de su golpe de estado – poner fin a la corrupción y la exclusión de las masas. En 1999 ganó las elecciones y metió miles de millones ganados por la exportación de petróleo en programas sociales para los pobres.
Dieciocho años más tarde, este experimento, que parecía una alternativa democrática para la revolución armada, amenaza terminar en una catástrofe. Desde marzo, cientos de miles de venezolanos salieron a las calles durante meses contra el sucesor de Chávez, Nicolás Maduro. También gran parte de la base tradicional de la revolución se volvió contra los dirigentes. Razón principal es el malestar económico, que en gran medida ha sido causado por mala gestión. Al cabo de cuatro meses de disturbios que causaron la muerte de 120 personas, el régimen de Maduro se mantiene más firme en el poder que nunca.
No sucede a diario que un gobierno haya tenido tanto dinero, tanto tiempo y tanto apoyo de la población como Venezuela para construir un nuevo país. Y hoy día hay niños que mueren de desnutrición, la revolución ha perdido una oportunidad histórica.
Edwin Koopman (1964) trabaja como periodista y analista especializado en América Latina para Trouw, NRC, VPRO Bureau Buitenland, NOS, Clingendael Spectator y IHS Jane’s. En los últimos veinte años se mantuvo al tanto de la actualidad política en la región, particularmente en Colombia y Venezuela. Ha publicado varios libros sobre las revoluciones en Venezuela y Cuba.